AMEMOS A DIOS









LA ESPERA DE LA EUCARISTIA

Entre la fe y los sacramentos hay una interdependencia muy estrecha. El Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia subraya que los sacramentos no solamente suponen la fe en aquellos que los reciben, sino que a la vez la alimentan, la fortalecen y son una expresión de ella. La fe siempre es la condición previa para conseguir la eficacia de los sacramentos, cuyo poder se funda en el poder de la fe. La teología dogmática subraya que cada sacramento, aunque actua por su propia virtud, es decir, ex opere operato, en el caso de faltar la fe no genera frutos.
Son muchos los cristianos que, a pesar de recibir con frecuencia los sagrados sacramentos, no se desarrollan espiritualmente ya que tienen poca fe, y, por consiguiente, poco se comprometen con la obra salvífica, fruto de la muerte y resurrección de Cristo, la cual se lleva a cabo a través de los sacramentos.

 LA EUCARISTÍA

Es posible que te extrañe que la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación no te transformen, no aporten mayores resultados, pero es que la gracia necesita apertura, necesita que haya una disposición interna.
Mira como la iglesia, en su sabiduría, trata de prepararnos en el año litúrgico para recibir las gracias de la navidad. Se dedican a ello semanas enteras del adviento, durante las cuales la Iglesia ora incesantemente por la llegada de Jesús, por su venida al mundo: “Ven Señor Jesús, no tardes”, pide en sus oraciones litúrgicas. La Iglesia quiere que aumente en nosotros el ansia de Jesús, el ansia de su llegada. Las gracias de la navidad actúan en nuestros corazones en la medida del ansia por la llegada de Jesús, del ansia porque Jesús vuelva a nacer. Si no tiene lugar el adviento, si no esperas a Jesús, no puedes extrañarte de que la navidad, el nacimiento del Señor, pase para ti de una manera desapercibida, sin dejar huella alguna en tu alma.
De la misma manera que la llegada de Jesús durante la navidad es precedida por el adviento, así también debería ser esperada su venida en la Eucaristía. Jesús siempre desciende hasta el altar, nace en el altar, y su nacimiento debería ser precedido por un “adviento eucarístico”. El adviento eucarístico es sobre todo una actitud de fe, de fe en el amor de Jesús que te espera. Es muy importante que creas que Jesús desea llegar a tu corazón, que desea la celebración de la eucaristía, que espera que tú comulgues; porque quiere entregarse a ti plenamente a través del Santísimo Sacramento, principal fuente de todas las gracias.
Una de las principales necesidades psíquicas del hombre es la necesidad de ser amado y aceptado. Pero no busques esto entre los hombres, porque con frecuencia te sentirás defraudado y conocerás la amargura. La fe te dice que, en realidad, necesitas sólo la aceptación y el amor de Cristo; y Él siempre te acepta y te ama. Juan Pablo II dice que en la Santa comunión, no tanto eres tú quien lo recibe a Él, sino Él quien te recibe a ti tal como eres. “Te recibe” significa que te acepta y te ama.
Cristo se nos entrega en el pan eucarístico porque Dios se ha vuelto loco en su amor al hombre: la eucaristía es la manifestación de la locura de amor de Cristo, del loco amor que tiene por los hombres…., del amor que te tiene. Por eso es necesario que a través de la fe, te prepares para la venida de Cristo en la eucaristía.
Es muy importante que aumente tu fe en su amor, que creas que Él anhela llegar hasta ti en la eucaristía. Cuando creas lo mucho que Él te ama y te espera, sabrás que si tú retrasas tu llegada, Dios, en su amor loco por ti, sufre lo que en psicología se conoce como “ el tormento de la espera”. Cuando creas que Jesucristo te ama y te espera, entonces, como resultado de esa fe, deberá aparecer en ti el deso y el ansia de la eucaristía, un ansia atormentadora porque Él llegue. El tormento que se sufre cuando se espera a una persona es un tormento a la medida del amor que se le tiene. Cuanto más ama la madre al hijo que no llega, tanto mayor es su “tormento de la espera”. Cuando se trata del amor infinito de Dios, de un amor que ni siquiera estás en condiciones de imaginar, cuando no llegas, entonces ¿no tiene que ser enorme el sufrimiento causado a Dios por esa espera?.




La fe en el que desea encontrase contigo, te protegerá de la rutina, la cual es una de las mayores amenazas para la fe. Cuando creas plenamente en el amor infinito de Jesús, cuando descubras que es un tormento para Él esperar tu llegada al banquete eucarístico, entonces ya no podrás vivir sin la eucaristía. Habrá en ti ansia de eucaristía, un ardiente deseo de encontrarte con Dios, y si tienes ansia de eucaristía no hay lugar para la rutina.











LA VIDA DE AMOR

“Amemos, pues, a, Dios, ya que Él nos amó el primero" (1Jn. 4,19).

EL alma que quiere alcanzar la cumbre de la perfección evangélica y llegar hasta la vida de Dios, desde el prin­cipio debe fundarse bien en el amor, porque es una verdad cierta que el amor hace la vida: cual es el amor, tal es la vida. Nada hay que cueste al amor que quiere quedar sa­tisfecho de sí mismo. El hombre es así: para que se sacrifique y se dé, hace falta ganarle el corazón; ganado éste, ga­nada está también la vida.

El amor es la primera de nuestras pasiones y la que arras­tra todas las demás. Amamos un bien y hacia él vamos; te­memos u odiamos un mal y huimos de él; nuestro corazón se resiente de gozo o de alegría según esperemos lograr un bien o temblemos de no poder huir de un mal; el amor precede siempre a los movimientos de nuestras pasiones y las arrastra en pos de sí.
Nos lo enseña también la naturaleza. Para educar y hacer obedecer al hijo, comienza la madre por hacerse amar de él, y para conquistar su amor le prodiga el suyo, amando la primera para ser amada.
Así es cómo obra Dios con el hombre, hechura suya.
Dios ha depositado la fuerza del hombre en su corazón y no en su espíritu ni en su cuerpo, obrando con él de igual suerte que la madre con el hijo. Muéstrame al hombre por sus dones y por sus beneficios, creándolo todo para su ser­vicio.
Más tarde se le hace visible en estado de anonadamiento por medio de la Encarnación. Jesucristo ama al hombre; le revela que no ha bajado del cielo más que por amor, para hacerse compañero y hermano suyo, para vivir con él, compartir sus trabajos y penas y comprarle las riquezas de la gracia y de la gloria. Jesucristo es, por lo mismo, para el hombre, la manifestación del Dios de toda bondad y de toda caridad.
Por amor hacia él muere en lugar suyo, haciéndose víctima de sus pecados y respondiendo de los mismos.
Para que ni aun glorioso, después de consumada su obra de redención, se separe de él, instituye la Eucaristía, que per­petúe su presencia en la tierra y atestigüe de modo sensible la vitalidad de su amor.
Cuando el pecador le ofende, Jesucristo es el primero en salirle al encuentro ofreciéndole perdón. A no ser por este sentimiento de amor que pone en el corazón del pecador, nunca llegaría éste a arrepentirse. Y cuando con diabólica mali­cia rehúsa la gracia del perdón para no verse obligado a la enmienda, Jesucristo le cubre con el manto de su misericordia y lo hurta a los golpes de la justicia de su Padre implorando para él gracia y paciencia, sin que su bondad se canse; aguarda años y más años, y cuando el corazón llega a abrirse al arrepentimiento, como el padre del pródigo, no tiene Jesús más que palabras de bondad para el pecador penitente. ¡Cuán bueno es, por tanto, Jesucristo! ¿Cómo es posible ofenderle, darle pena y negarse a corresponder a su amor?

II

Pero lo que da al amor de Dios mayor fuerza y eficacia es el ser personal y particular a cada uno de nosotros, lo mis­mo que si estuviéramos solos en el mundo.          
Un hombre bien persuadido de esta verdad, a saber, de que Dios le ama personalmente y de que sólo por amor a él ha creado el mundo con cuantas maravillas encierra;
Que sólo por amor a él se ha hecho hombre y ha queri­do ser su guía, servidor y amigo, su defensor y su compañe­ro en el viaje del tiempo a la eternidad;
Que sólo para él ha instituido el bautismo, en que por la gracia y los merecimientos de Jesucristo se hace uno hijo de Dios y heredero del reino eterno;
Que sólo para él le da al Espíritu santo con su persona y sus dones;
Que sólo para sí recibe en la Eucaristía la persona del Hijo de Dios, las dos naturalezas de Jesucristo, así como su gloria y sus gracias;
Que para sus pecados tiene una omnipotente y siempre inmolada víctima de propiciación;
Que en la penitencia Dios le ha preparado un remedio eficaz para todas sus enfermedades, y hasta un bálsamo de resurrección de la misma muerte;.
    Nos ergo diligamus Deum,
quoniam Deus prior di/exit nos.
   "Amemos, pues, a, Dios, ya
que El nos amó el primero" (l JOANN., IV, 19).
E
L alma que quiere alcanzar la cumbre de la perfección
evangélica y llegar hasta la vida de Dios, desde el prin­cipio debe fundarse bien en el amor, porque es una verdad cierta que el amor hace la vida: cual es el amor, tal es la vida. Nada hay que cueste al amor que quiere quedar sa­tisfecho de sí mismo. El hombre es así: para que Sé sacri­fique y se dé, hace falta ganarle el corazón; ganado éste, ga­nada está también la vida.
El amor es la primera de nuestras pasiones y la que arras­tra todas las demás. Amamos un bien y hacia él vamos; te­
memos u odiamos un mal y huímos de él; nuestro corazón.
se resi~nte de gozo o de alegría según esperemos lograr un bien o temblemos de no poder huir de un mal; el amor precede siempre a los movimientos de nuestras pasiones y las arrastra en pos de sí.
Enséñanoslo también la naturaleza. Para educar y hacer obedecer al hijo, comienza la madre por hacerse amar de él, y para conquistar su amor le prodiga el suyo, amando la
   primera para ser amada.
Así es cómo obra Dios con el hombre, hechura suya. Dios ha depositado la fuerza del hombre en su corazón
y no en su espíritu ni en su cuerpo, obrando con él de igual suerte que la madre con el hijo. Muéstrame al hombre por sus dones y por sus beneficios, creándolo todo para su ser­vicio.
Más tarde se le hace ,visible en estado de anonadamiento por medio de la Encarnación. Jesucristo ama al hombre;
le revela que no ha bajado del cielo más que por amor, para
hacerse compañero y hermano suyo, para vivir con él, com­
patrir sus trabajos y penas y compararle las riquezas de la gracia y de la gloria. Jesucristo es, por lo mismo, para el
hombre, la manifestación del Dios de toda bondad y de
toda caridad.
Por amor hacia él muere en lugar suyo, haciéndose vícti­ma de sus pecados y respondiendo de los mismos.
Para que ni aun glorioso, después de consumada su obra de redención, se separe de él, instituye la Eucaristía, que per­petúe su presencia en la tierra y atestigüe de modo sensible la vitalidad de su amor.
Cuando el pecador le ofende, Jesucristo es el primero en salirle al encuentro ofreciéndole perdón. A no ser por este sentimiento de amor que pone en el corazón del pecador, nun­ca llegaría éste a arrepentirse. Y cuando con diabólica mali­cia rehusa la gracia del perdón para no verse obligado a la enmienda, J eslicristo le cubre con el manto de su misericordia y lo hurta a los golpes de la justicia de su Padre implorán­
do para él gracia y paciencia, sin que su bondad se canse;
aguarda años y más años, y cuando el corazón llega a abrirse al arrenpentimiento, como el padre del pródigo, no tiene Jesús más que palabras de bondad para el pecador penitente. i Cuán bueno es, por tanto, 1esucristo! ¿Cómo es posible ofenderle, darle pena y negarse a corresponder a su amor?
II
Que para santificarle ha instituído el sacerdocio, que llega
hasta él mediante una sucesión nunca interrumpida;
Que !la querido santificar y divinizar el estado del matri­monio, haciendo del mismo el símbolo de su unión con la Iglesia;
   Que le ha preparado un viático lleno de dulzura y' de fuer­
za para su hora suprema;
Que para guardarle, ayudarle, consolarle y sostenerle ha puesto a su disposición a sus ángeles y a sus santos, hasta
aSU propia augusta Madre;   .
Que le ha preparado un magnífico trono en el cielo, don­de se dispone a colmarle de honores y de gloria, donde su manjar será ver a la santísima Trinidad y gozar de Ella, a la que contemplará y abrazará sin velos y sin intermediario al­guno:
Un hombre bien penetrado de todo esto debiera estallar de amor, vivir de amor y consumirse de amor. j Oh, Dios mío! ¿Cómo es posible que haya un solo pecador, un solo ingrato en la tierra?
j Ah, es que no se conoce vuestro amor, es porque se tie­ne miedo de conocerlo demasiado! Huímos de él por escla­vos de una criatura o del amor propio. Uno hace de su cuerpo un dios; quiere ser amado del mundo, compartir sus placeres, recibir sus alabanzas y sus glorias; quiere, en una palabra, vivir para sí.
Dejad, j oh adoradores!, a los esclavos del mundo servil­mente atados a su carro de triunfo, declarad guerra al ene­migo de vuestro Dios, sacrificadle el amor pr9pio, abrazad la ley de su amor, i y nunca habréis disfrutado de felicidad mayor! La virtud os resultará como necesaria y natural; os aficionaréis a sus combates; los sacrificios que os costase

Pero lo que da al amor de Dios mayor fuerza y eficacia es el ser personal y particular a cada uno de nosotros, lo mis­mo que si. estuviéramos solos en el mundo.
Un hombre bien persuadido de esta verdad, a saber, de que Dios le ama personalmente y de que sólo por amor a él ha creado el mundo con cuantas maravillas encierra;
Que sólo por amor a él se ha hecho hombre y a queri­do ser su guía, servidor y amigo, su defensor y su compañe­ro en el viaje del tiempo a la eternidad;
Que sólo para él ha instituído el bautismo, en que por la gracia y los merecimientos de Jesucristo se hace uno hijo
de Dios y heredero del reino eterno;   .
   Que sólo para él le da al Espíritu santo con su persona
y sus dones;
Que sólo para sí recibe en la Eucaristía la persona del Hijo de Dios, las dos naturalezas de Jesucristo, así como su gloria y sus gracias;
   Que para sus pecados tiene una omnipotente y siempre
inmolada víctima de propiciación;   .
Que en la penitencia Dios le ha preparado un remediO eficaz para todas sus enfermedades, y hasta un bálsamo de resurrección de la misma muerte;
os parecerán amables. El amor es el triunfo de Dios en ~l hombre y del hombre en Dios.
II
Toda la perfección de un orador consiste en continua­
mente darse por amor a nuestro Señor, por lo mismo que la vida de que disfruta no es sino una creación continua de su
bondad, un tejido de beneficios. Cuanto más puro sea vues­
tro don, tanto mayor será su perfección. i Fuera condiciones y reservas en el real servicio de Jesús! Amar puramente es amar a Jesucristo por El mismo, por lo que es, porque me­
rece nuestro amor desde todos los aspectos. "¿No puedo acaso, dice san Francisco de Sales, acercarme a una persona para hablarle, para verle mejor, obtener alguna cosa, aspirar los perfumes. que lleva o para apoyarme en ella? Me acerco, pues, y me Junto con ella; pero lo que pretendo ante todo no es aproximarme ni unirme, sino que de esto me sirvo como de medio y disposición para lograr otra cosa. Si llego a acer­carme y juntarme con ella sin otro fin que el de estar cerca y gozar de esta proximidad y unión, será entonces la mía una unión pura y simple." "Jacob, dice san Bernardo, que tenía a Dios bien agarrado, no tuvo reparo en dejarle, con tal de recibir su bendición; mientras que la esposa de los
Cantares no le deja por más bendiciones que le dé: tenui eum nec dimittam; lo que ella quiere no son las bendiciones de Dios, sino al Dios de bendiciones, diciéndole con David:
" ¿ Qué puedo buscar en el cielo para mí o qué deseo en la tierra sino a Ti? Tú eres el Dios de mi corazón y mi herencia para siempre."
¿Cómo lograr esta vida, este estado de amor? Es muy
fácil. El hombre es amor; ni necesita aprender para amar y darse. Pero lo que despierta al amor, lo nutre y eleva hasta la categoría de la más noble de las pasiones de la vida, es la visión y la contemplación del objeto amado; es la verdad conocida de su bondad y belleza, en una bondad del todo personal para cada uno de nosotros. Fijaos en san Pablo. Ha visto a Jesucristo y oídole; al punto ha comprendido el amor de la Cruz y exclama: "Jesús me ha amado y se ha entre­
gado por mí: Christus dilexit me et tradidit se{netipsum pro me!" Este pensamiento le hace llorar de pura ternura; su corazón se dilata bajo la acción poderosa de este fuego de amor de Jesús. También él quiere hacer algo grande por amor a quien tanto le ha amado y llama a su socorro a los sacri­ficios más penosos; a todos los tormentos, muertes y poten­cias desafía que no le separarán del amor de su señor Jesús.
Charitas Christi urget nos. La caridad de Jesucristo le apremia. Demasiado pequeño es el mundo para el ardor de su ámor; quisiera amar con el corazón de todos los ángeles y de todas las criaturas. Nada extraño, por tanto, que se dé del todo a convertir almas y unidas todas a Jesucristo, pues fruto muy natural y sencillísimo es éste en el verdadero amante, que quisiera amar a Dios tanto como es amado de El, amar a Jesús tanto como este buen Señor lo merece. .
¿ Queréis vivir del amor y sentiros felices con esta vIda de amor? Pues permaneced constantemente pensando en la
bondad de Dios, siempre nueva para vosotros, y seguid en Jesús el trabajo de su amor por vosotros. Dad comienzo a todas las acciones con un acto de amor. En las adoraciones comenzad por un acto de amor y abriréis deliciosamente el
alma a la acción de Jesús.
Por comenzar por vosotros mismos, os paráis ,en . el ca­mino; y si dais' comienzo por un acto de otra virtud erráis la senda. ¿No abraza el hijo a la madre antes de obedecerle? El amor es la única puerta del corazón.
Cuando tengáis que cumplir algún deber costoso, haced primero un buen acto de amor. Decid: Os amo, Dios mío, más que a mí mismo, vpara probároslo hago muy de corazón este acto de caridad, de abnegación, de paciencia. Porque tan pronto como vuestro corazón haya producido este acto de amor, respecto de Dios es como si la acción difícil estu­viese ,ya realizada, y en cuanto a vosotros habrá: ella cam­biado de na,turaleza. Lo que ofrece dificultad y alimenta re­pugnancia a nuestros deberes y a la práctica de la virtud es el amor propio. Pues b~en; el primer efecto del amor <;:uando reina en un alma es hacer guerra continua al amor propio, o 10 que es 10 mismo, a la sensualidad de la vida, a la ambi­
ción del corazón, al orgullo del entendimiento, al espíritu mun­dano que no es sino mentira y egoísmo.
Cuanto mayor es el amor divino de un corazón, tanto más militante llega a ser. No se contenta con rechazar el mal, sino que va más lejos, hasta hacecconsistir la virtud en la mortificación, en la inmolación, que es liberación perfecta,
completo desprendimiento de sí mismo.   '
   El segundo efecto del amor es el ser inspirador habitual
de la vida y regla inflexible e invariable de todos los actos.
   ¿Qué quiere Jesucristo en este momento? ¿Hay algo que
redunde en gloria suya en tal pensamiento, deseo o acción?
   Así es la ley del verdadero amor. No mira a 10 que da,
sino a 10 que merece el Amado.

Que para santificarle ha instituido el sacerdocio, que llega hasta él mediante una sucesión nunca interrumpida;
Que ha querido santificar y divinizar el estado del matri­monio, haciendo del mismo el símbolo de su unión con la Iglesia;
    Que le ha preparado un viático lleno de dulzura y de fuer­za para su hora suprema;
Que para guardarle, ayudarle, consolarle y sostenerle ha puesto a su disposición a sus ángeles y a sus santos, hasta a su propia augusta Madre;
Que le ha preparado un magnífico trono en el cielo, don­de se dispone a colmarle de honores y de gloria, donde su manjar será ver a la santísima Trinidad y gozar de Ella, a la que contemplará y abrazará sin velos y sin intermediario al­guno:
Un hombre bien penetrado de todo esto debiera estallar de amor, vivir de amor y consumirse de amor. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo es posible que haya un solo pecador, un solo ingrato en la tierra?
¡Ah, es que no se conoce vuestro amor, es porque se tie­ne miedo de conocerlo demasiado! Huimos de Él por escla­vos de una criatura o del amor propio. Uno hace de su cuerpo un dios; quiere ser amado del mundo, compartir sus placeres, recibir sus alabanzas y sus glorias; quiere, en una palabra, vivir para sí.
Dejad, ¡oh adoradores!, a los esclavos del mundo servil­mente atados a su carro de triunfo, declarad guerra al ene­migo de vuestro Dios, sacrificadle el amor propio, abrazad la ley de su amor, ¡y nunca habréis disfrutado de felicidad mayor! La virtud os resultará como necesaria y natural; os aficionaréis a sus combates; los sacrificios que os costase os parecerán amables. El amor es el triunfo de Dios en el hombre y del hombre a Dios.

San Pedro Julián Eymard





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