Adoración eucarística por las
vocaciones
Autor: P. Pedro Barrajón Muñoz
Autor: P. Pedro Barrajón Muñoz
Hay dos cosas que nunca
dejan de causarme estupor: la inmensidad y hermosura del cielo estrellado y la
voz de Dios que resuena en el fondo del corazón de un hombre. Dios nos habla a
través del maravilloso libro de la creación y también se nos revela en el santuario
de la conciencia. En lo infinitamente grande, que nos trasciende, y en lo más
íntimo de nuestra inferioridad que también nos sobrepasa: superior superio meo,
intimior íntimo meo (más grande de lo más grande que hay en mí; más íntimo de
lo más íntimo que hay en mí), en palabras de san Agustín. La vocación es la
revelación misteriosa de Dios a un hombre, polvo como los demás, para darle una
misión que supera con mucho sus fuerzas. Es la vocación del Amor que invita al
amor y a difundir el amor.
Siempre veneré como pertenecientes al mundo de lo sagrado a esos hombres que
habían escuchado en su interior la voz de Dios y dedicaban sus vidas a Él y a
su Reino. Pero cuando en mi vida se presentó de repente, en forma inesperada,
la llamada de Jesucristo, con ese sencillo pero contundente: «Sígueme»,
entonces comprendí que el misterio que envuelve la vocación es el mismo que
late en el universo: el misterio del amor que, como cantó Dante, mueve el sol y
las estrellas. Y no sólo el sol y los mundos estelares, también el de la
libertad humana.
Cada vocación al sacerdocio, a la vida consagrada es un poema de amor, único,
irrepetible. Es un diálogo de corazón a corazón de la creatura libre con su
Creador que la llama a prolongar en el mundo el misterio de la encarnación, de
hacerse «otro Cristo» para la humanidad. Cristo tomará posesión de ese hombre
que, sin dejar de ser arcilla, lleva el tesoro del amor de Dios y lo ofrece al
mundo.
Pero, necesitando los hombres tanto del amor de Dios, de Dios mismo, nos encontramos
con el hecho de que hay muy pocos, poquísimos obreros de la mies del Señor.
¿Qué podemos hacer? ¿Dónde buscar los obreros para su mies? En las familias, en
los colegios, en las universidades, en las escuelas, en los grupos juveniles.
Sí, pero ante todo hay que pedir al dueño de la mies que envíe trabajadores a
su viña. Hay muchos cristianos que toman en serio este mandato del Señor y se
reúnen por grupos para pedir a Cristo Eucaristía este don. Y -debo decir la
verdad- el Señor no nos viene a la zaga en generosidad: da a manos llenas.
Basta que se lo pidamos- Recuerdo a este propósito un hecho que contaban
entusiasmadas las religiosas de un convento de clausura en Francia. Llevaban
años sin recibir vocaciones. La comunidad estaba compuesta por religiosas
ancianas en la mayor parte y estaban seriamente preocupadas por el futuro del
convento. Un día se presentó en el locutorio una familia, los padres y tres
hijos, dos niñas y un niño. Iban a pedir oraciones por la salud de una de las
hijas, enferma de leucemia. La niña escuchó los comentarios sobre la falta de
vocaciones en el convento y se propuso ofrecer sus sacrificios y los dolores de
su enfermedad por esta intención. A la mañana siguiente, por vez primera en
varios años, una joven tocó la puerta del convento pidiendo ser admitida.
Después de ella vinieron otras que dieron de nuevo vida a esa comunidad, ahora
floreciente. Quizás para algunos este caso sea una mera coincidencia, una
casualidad. Pero quien cree en las palabras de Cristo pedid y se os dará ve en
este hecho y en otros muchos similares, la mano bondadosa del Padre que no deja
de escuchar la oración humilde, perseverante y confiada de sus hijos. Si los
obreros son pocos en la Iglesia, ¿no será porque rogamos poco al dueño de la
mies que los envíe?
Estoy seguro de que,
delante de la Eucaristía, el Espíritu Santo inspirará a cada persona la mejor
manera de orar, dialogando con Cristo, presente realmente bajo las especies
eucarísticas, como Amigo y Maestro. Aconsejo hacer la adoración en la compañía
de María, recordando que con una sola insinuación suya en Caná: «No tienen
vino», arrancó a Jesús el primer milagro. Con su poder intercesor Ella puede
convertir el agua de nuestro corazón frío, en el vino exquisito y delicado del
amor a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario